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MICHEL
Michel.
Larguirucho, de tez morena
y profundos ojos negros, había heredado el color del sol de sus antepasados
paternos, gente de tierras emborrachadas por verdes e insultantes colores.
Amaba el mar desde el más bravo Mediterráneo al Caribe resplandeciente.
Nació en las cálidas
tierras de Burdeos, le acunaron las aliladas y exuberantes uvas de largas ramas
que giraban alrededor de su almohada llenándolo de fragantes aromas, aromas que
se impregnaron en su oscura piel para el resto de su vida.
Si, fue en mayo, el mes de
las flores cuando la dama de noche reverbera en sus más verdes tonos, mil
pétalos desenvuelven su manto en delicada armonía, inundando con descarados
perfumes las noches plácidas de primavera.
Contaba cuatro años,
cuando sus padres trasladaron a cuestas sus negocios a tierras catalanas al
borde del Mediterráneo.
Instalaron sus chimeneas
humeantes en una pequeña calle de la ciudad, sus habitantes amanecían plagados
de perfumes desprendidos y mezclados entre sí: albahaca, tomillo, pimienta,
canela, azafrán… recorrían saltarines los tejados de sus pintorescas
casas.
Las palmeras altivas les
dieron la bienvenida aquel invierno acogiéndoles con reverentes balanceos.
Badalona fue su segunda cuna, allí, descubrió en su totalidad la belleza del mar. Las pequeñas barcas
dormidas en la arena dibujaban el camino por la larga orilla.
Al amanecer, se deslizaban
alegres y cansadas con sus farolillos aún encendidos marcándoles el camino a
casa, sus redes repletas de brillantes peces destellaban bajo los primeros
rayos de sol.
Aprendió no solo a nadar,
sino a aliarse con las olas, se abrazaba a ellas con la ternura del
enamorado, juntos danzaban en un ir y venir casi romántico.
Amó tanto a ese mar; su
arena, su gente, su aire, que, aún después de largo tiempo surcando medio
mundo, seguía amándola: esa tierra que le empujó en su crecer, le marcó en sus
venas como hierro ardiente.
Durante toda su vida,
volvería a verla como a una amante solícita y paciente; su mar, sus patines de
vela, sus viejos amigos, dormitaban lánguidamente esperando su
regreso.
Se engalanaba para la
verbena de Santa Rosa como una premonición, corría tras su pelota en las largas
playas calientes, sus ojos, esos negros ojos, fijaban su mirada hacia el profundo
horizonte.
Recién cumplidos los
dieciséis, su padre le embarcó rumbo a la América Central de donde él era, esa
España en posguerra dura e insegura, no era lo mejor para su primogénito. Allí
le aguardaban algunas de sus raíces, Heredia, ciudad de grandes cafetales en la
dulce Costa
Rica.
A lo largo de los años, viajó por medio mundo, su equipaje bien
planchado reposaba de hotel en hotel, sacrificó… ¡OH! Imagino que, quien ha vivido como realmente soñó, si
alguien pensó alguna vez que descubrir pequeños restaurantes donde una buena
mesa regada por un delicado vino; atrapar rincones exuberantes
deleitándose de cada sorbo de aire fresco era un sacrificio, entonces Michel se sacrificó, si
alguien vivió a su manera, saboreando cada trozo de vida, cada mordisco del tiempo, ese
fue Michel.
Que lento pasea el aire en
una blanca y fría habitación, el golpear del respiradero impertinente altera el
sentido común, las paredes se inclinan aprisionándote, las agujas del reloj
golpean incansables cada brizna de aire.
-Rosa, querida Rosa, mi
corazón se está agrietando, también su cuerpo inmóvil hiela mi aliento, pero
tú, tú rompes mi alma, ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Cómo darte mi mano para que el
dolor pase más dulce y suave? ¿Cómo aliviar esta ansiedad que te invade?
-Tú que estuviste con él,
que caminaste por su mismo sendero, que abriste tus pétalos como la dama de
noche, tu que engalanaste tu hogar para tu amado.
-Algún día ya no muy
lejano, recogeré mis maletas tan vacías y guardaré en ellas todo el cariño que
me has dado, sé que no permanecerás sola, tus amigos, los que siempre has
tenido te acompañarán… cuidarán de ti.
Que bonito, me gusta mucho,
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